El Venado de Oro



Las conclusiones de la pasión son las únicas dignas de fe,
las únicas demostrativas.

Søren Kierkegaard


Ocurrió alrededor de las calendas de agosto de 1537, año del Señor. Martín Alvear de las Casas yacía sobre la hierba, al tiempo que sus ojos, que lentamente se extinguían, contemplaban el humo en que se convirtió la bola de fuego que precedió a éste, su deceso. Cierto calor sobre las sienes había acompañado su último delirio. “Mitad metal y mitad espíritu”, murmuraba aún para sus adentros, como quien describe la gramática de su propio asombro. Este fraile adscripto a la orden mendicante de los predicadores también hacía parte de la comitiva de sacerdotes en quienes Gonzalo Jiménez de Quesada y Rivera creyó apoyarse para vencer a los chyquy muiscas, la primera defensa del Zipa Tisquesusa. A Martín le habían dicho que en las calendas vendrían a por él, en tropel y sin aviso, raptándole de su mundo alguna tarde de Sol naranja en que el descuido de sus cabales se hiciera cerbatana y veneno. A su verdugo le había visto meterse entre sus sueños aún antes de zarpar las carabelas. Ahora que la hierba se iba haciendo borrosa el eco de su nombre le asaltaba el oído: Ubaque, Popón de Ubaque, pero ¿en dónde? Dentro de su memoria la imagen del indio se le aparecía montando el lomo de un venado de oro, aquella divina otredad que más de un siglo después sería la ruina del lusitano Diego Barreto, y de cuya captura dependía el hallazgo del tan ansiado Dorado, según la convicción del propio fraile.

Popón, que llevaba tiempos observando en lontananza, a veces a modo de vuelo y otras entre sus sueños, había visto centenas de hombres-venado armados de astas de trueno, todos ellos con el rostro parecido al del amado Bochica. Desde antes de conocer de cerca a esos intrusos los había visto surcar las aguas y llegar a la arena, los había visto separarse de sus venados sin cuernos y apoyarse sobre sus piernas como simples mortales, y los había visto también remontar el río largo y subir la cordillera, cubiertos de hojas de hierro, plenos de hediondez. Ellos representaban un segundo aviso de aquello que desde hacía largos años marchitaba las tierras del Sol. La agonía del maíz y la quinua, el sin sabor de la miel, la cólera de los más jóvenes, todo ello formaba un conjunto que tiempo atrás Popón había comprendido, no sin dolor. Hombre diestro en profecía y comercio de la palabra con los inframundos, bien sabía este brujo que la muerte del cuerpo físico en todos los casos actúa sólo como apariencia. Por eso antes y después del veneno estuvo Popón. Debajo de sus pies yacía el fraile. Un fulgor intenso iluminaba el derredor de la bizarra pareja.

Antaño, Martín Alvear había aprendido las artes de la espada y de la cruz en la lejana Palencia. Sus palabras aún musitaban ecos dialectales del castellano románico; su arte invocatorio, el latín litúrgico. Bajo su influjo los de Jiménez de Quesada habían desviado el camino hacia el Perú justo antes de subir la cordillera, cosa que sucedió después de una noche en que el fraile avistó despierto, por vez primera, la señal áurea. A solas, ante el comandante extremeño, Martín Alvear de las Casas supo convencerle que la captura del venado era imperativa.

“También lo he visto en sueños, dos veces ya”, afirmó con hincapié.

Las tierras del Inca tendrían que esperar. A los sueños afanosos se sumaron los relatos de algunos indios. En ellos se contaba de un venado dorado que deslumbraba entre los bosques y cuya morada original era la tierra del Dorado. Un rasgo común a todos los relatos llamaba la atención del fraile: estos siempre provenían de hombres ancianos, invariablemente parecidos entre sí [la palabra Mohán no ha sumado dentro del inventario construido por la academia ibérica de la lengua, ni siquiera hoy en día].

Aquella tarde de 1537 hacía tránsito a la oscuridad, luna de trece Q´anil maya en cuyo aire Alvear había vuelto al origen de su Ser, abandonado por la mismísima muerte que tantas otras veces lo protegió. A nadie más que a él temían los dorados. Lo suyo había sido rezo de bilis negra incluso desde el otro lado del Océano (vaya retruécanos esos que acometió la loca empresa de Castilla y Aragón). Cuentan los nietos de los nietos de los hermanos de Popón que durante los siglos de oscuridad que sobrevinieron al incendio del templo de Sugamuxi otros hombres como Martín Alvear de las Casas edificaron enormes campanarios, y que el redoble de los mismos hendió la materia de que están hechos los bosques, los pájaros y los hombres. Cuentan que cada campanazo hacía una raja en la paz del tiempo y el aire, y que así se colaron la gripe, la viruela y todas las demás sierpes hijas del miedo. Durante sus viajes y sus sueños nocturnos Popón, xeque de Ubaque, hechicero reconocido y vasallo del Zipa Tisquesusa, supo del tiempo en que habrían de perecer los hijos del Sol. Supo también que la urdimbre de aquella empresa no fijaría frontera en tierra o reino alguno, y que el tiempo de los vientos que van hacia adelante también se vería afectado. Popón entendió que la melancolía de las quenas era, acaso, un clamor, uno que habla de lo único que importaba defender de los extraños invasores. Y esa gente, los hijos de la confusión, dirigía sus impulsos allí donde el pálpito del fraile lo indicase. Helo ahí a Martín Alvear. Había sido él, quizá, el único español conocedor del silencioso secreto: mitad metal y mitad espíritu; el áureo venado arrastraba consigo las llaves que a hombres como Jiménez de Quesada le serían esquivas, hombres armados de astas de trueno a quienes su fuego de azufre cerró para siempre las puertas que conducen al Jaguar del Cielo.

―Ya no hay sentido en defenderse ―murmuró Tisquesusa, entre la resignación y el horror.
―Y tampoco en vindicarse. Ellos vencieron desde el otro lado de las aguas, antes de usted y de mí en este mundo ―respondió quedo el xeque de Ubaque―; los hombres del maíz perecerán, aunque no todos. A pocos nos queda una salida. Señor, tenga a bien llamar a los más puros entre los suyos. Cruzaremos la puerta de fuego cuando el templo arda. Tranquilo, tranquilo mi señor. El incendio será. Ellos no verán nada. Ah, una cosa: hay que seguir al venado. Esa es la señal.

Una vez cruzada la puerta de fuego por los indios la razón del fraile se trastocó en locura. No sabemos en propiedad si él mismo fue testigo de aquel tránsito. En todo caso, de haberlo visto o soñado, ni él ni nosotros podríamos soportar en adelante tamaña revelación. Cierto es que después del paso, ellos, los viejos chyquy y su Zipa, supieron tomar la textura del fondo vegetal y mineral a sus espaldas, habilidad desconocida para Martín Alvear de las Casas y para los demás europeos (incluso en nuestros días).

―Mitad metal y mitad espíritu ―continuaba murmurando el fraile aún para sus adentros, como queriendo entender la profunda vastedad escondida detrás de su Dorado, ignota y escurridiza quimera, ignorante incluso del modo en que su verdugo se le había puesto en frente sin dejarse mirar, por toda la eternidad.

Rafael, diciembre del 2010.
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© 2011, Luis Rafael Montes L.