Historia de Dos Abismos


[de aquella agonía que no cesa en perseguirme, y que me hurtó dos bellos matrimonios]

En la disparidad de la almena, incluso sobre cada ángulo de la serpenteante senda oscura (y a veces iluminada de verde) que conduce al ayer, Alicia es capaz de oír los ecos de algo que parece metálico, un repique de martillos, quizá de botellas. Es el anuncio de su pronta muerte. Por eso no puede más que apurarse. Camina a ciegas, hacia el fondo de ese sonido, como persiguiéndose la cola de reptil que aún pende de ella. De golpe gira hacia su derecha, por sobre algún atajo oscuro y húmedo. La primera vez que la vi supe que la vida me podría cambiar, especialmente si llegase a permitir su entrada a mi mundo. No sabía entonces si eso sería para bien o para mal. Después, con los años, supe que no había ni bien ni mal. Sólo un estar ahí, con los pies mojados y a veces incómodos, con mis pasos sobre los de ella, sobre el adoquín de esa serpenteante senda. Mis atajos la atrajeron hasta aquí. Estos que conducen la mirada y la energía hacia el quiebre oblicuo de mi atardecer, el mismo por el que doblo el tiempo de los demás, metiendo sus minutos entre la talega que cuelga de mi hombro.

Para ella, la luz verde dejó de ser una curiosidad, hoy es un recuerdo del pasado, de su primera cara, tan dócil y graciosa. Ahora constituye una de las formas de mi noche. A pesar de sus viejos hábitos diurnos, mi atajo sigue vistiéndose de noche frente a su nariz, con el hielo, el frío y la curiosidad morbosa que le son propios. Soy nocturno, aunque mi tarotista insista en lo de la luz y mi novia se desnude al alba, con el sonar de las primeras campanas. Ella aprendió de mis lunas, ese inmenso muladar de botellas en medio del desierto que nos rodea.

Mi patria, que en realidad sólo mide unos cuantos metros cuadrados, solía desgajarse minuciosa calle abajo, pasando por debajo de las suelas de tus zapatos y bordeando la esquina de mi amiga Magdalena. Esa patria, sólo una conciencia nebulosa de alguien que aún desea ser, impuso su alfabeto antiguo entre las palabras del colectivo de cabellos blancos, mis propios contertulios. Todos ellos, incluido yo, nos perdimos entre las cartas, las ahora verdes e indescifrables claves de mi angustia y el repicar de los martillos.

Sí, mi almena siempre fue muy dispareja. En ella cupo Alicia y la fría noche decembrina, tan diferentes la una de la otra como pueden serlo el vino tinto a media tarde y la bulla desgastada de los bares peregrinos. Por un lado estaba mi noche, tan opuesta a esos leves brillos de claridad que llaman día; por el otro, su inocencia impoluta, esa delicada flor de jardín que se resiste a ceder ante la crueldad del zapato burgués. Por fuera de Alicia todo era abismo. Y digo esto porque sentía (no sé si lo sienta hoy) que podía perder la vida cuando, ajeno a mi propia almena, divagaba por entre el ruido de los hombres. —¿Los hombres? —así preguntaba ella desde su penumbra—. Sí, los hombres (contestaba entonces la memoria), esa colección infinita de vivas mercancías depreciadas, de texturas sin color y afanes sin causa. Allí, entre el tumulto, solía reventar mis pasos solitarios, en primera y tercera persona. Durante algunas de esas grises ocasiones tuve la certeza de dejar atrás mi espalda, perdida y dejada al abandono, entre algún suspiro o en medio de alguna cólera. El tiempo exacto de mi vida, el que sólo discurre dentro de la almena, me fue ajeno entonces. Yo también perdí mi tiempo. Fuera de la almena, el reto tuvo otros rostros: supervivencia, barros en la cara, marcas blancas debajo de la lengua, dolor de estómago antes de mirar a los jueces a la cara. El resumen de esos retos quiso parecerme frívolo. Los del tumulto también. Sin embargo, por más que intentaba, no podía encontrar la falla de ese engranaje. Todo parecía tan normal, tan obvio, como negarse a tomar una taza de café frío, o correrle la vista al Sol cuando sus rayos cayesen directos sobre las pupilas. El ruido de los hombres produce certezas, silogismos curiosos, fórmulas aristotélicas. La semántica se convierte en camisa de fuerza y a lo común (lo masculino) se le otorga la categoría imperativa suprema. ¿Quién puede contra tanta sensatez, contra tanta certeza derramada?

Ahora la puedo oír quejumbrosa, arrastrándose, casi ciega entre tanta oscuridad. Algún charco de sangre habrá dejado tras de sí. Estará preguntándose muchas cosas, como el desenlace final de esta tragedia devenida en comedia, la contradicción de nuestro amor, la culpabilidad resonante. Ella huye de mis certezas, las mismas que quizá también me mantengan atrapado entre mi propio laberinto y esta luz verde que lo opaca todo. Sí: los hombres son sus propias certezas, sobre todo cuando no dudan de ellas. Pero los hombres no son nada en realidad: sólo son un polvo esculpido por dios, una metáfora en proceso de corrección. A veces se les ve caer, como mi patria calle abajo bordeando la esquina de mi amiga Magdalena. Otras veces se les ve perderse entre la baraja de mis cartas y los alientos de mi angustia, el desaliento divino. Entonces ni siquiera sirve la guerra, ni los héroes de la Iliada. Sólo queda la esperanza de encontrar otra luz, una que no sea tan opaca como la de mi almena.

De golpe se oye algo, un quiebre del silencio, y me digo: eso que suena ya no es un jadeo quejumbroso. Es otra cosa, más parecida a una serie de gritos y llamados de auxilio. Los sonidos se granulan, como un repicar de martillos o botellas. Entre cada tanda, un silencio agrio ocupa los espacios, una calma tensa como si ella estuviese apurando su esperanza. ¿Quién puede con eso?

—Quizá yo, Lotario.
—No puede ser—le respondo a esa voz—, tú no eres real, no estás aquí.
—¿Qué te hace pensar eso? —me responde ella—.
—Estás allá, jadeando, a veces gritando. Intentando darme alcance, aunque siempre dejándote traicionar por mí, tu verdadero verdugo.

Entonces me siento valiente, y ella me responde que un hombre no es una valentía, por lo menos un hombre de verdad. La valentía presupone el miedo y la guerra contra ese miedo. Un hombre es un instante, me dice, un delicado suspiro perdido en el abismo de la eternidad. Allí, entre él y el siguiente instante, no cabe la lucha ni la valentía. Sólo cabe parir. Pero, ¿quién puede con eso?

—Yo —le contesto—.

Al final, Alicia, el nombre de mi muerte, se aleja, sonriendo con ironía. Ella sabe que yo sé parir, que a veces puedo ser hombre, que otras veces soy mujer, y que mientras desafíe su miedo a través de mis letras, la almena será mía, nocturna, dispareja, como la mirada profunda de mi amiga Magdalena, esa otra conciencia.

Rafael de Antigua, junio del 2006, La Candelaria.